Llegamos a Chamonix el sábado 22 de agosto. Valen había buscado un apartamento dúplex en Les Houches donde teníamos una vista espectacular del Macizo de Mont Blanc. El lugar es simplemente sobrecogedor. Por muchas veces que vayas siempre te sorprende la grandiosidad de la naturaleza, de las montañas infinitas, de los glaciares colgados sobre nuestras cabezas y de cómo el hombre intenta acercarse a la naturaleza tanto mecánicamente como con sus propios recursos.
Para eso estábamos aquí, para que unos 7500 corredores nos enfrentáramos con nuestros propios recursos e ilusiones a 5 carreras que una Organización de pueblos de tres países, Suiza, Italia y Francia había creado, el Ultra Trail del Mont Blanc.
El UTMB no es la carrera más dura ni la más técnica pero su organización, cómo se vuelcan los voluntarios y los habitantes de los pueblos por donde pasas, la hace probablemente la carrera más emocionante de las que se celebran y la más prestigiosa a nivel mundial.
Con este preámbulo, me había decidido hace unos años, esperando a Valentín en la meta de Chamonix, a no ser la que espera si no la esperada. Y surgió la oportunidad con la OCC, una carrera de 53 km y de 3.300 metros de desnivel positivo, que comenzaba en un pueblo de Suiza y terminaba en la ansiada meta de Chamonix
.
Había corrido el GTP de 60 km, dos veces la maratón del Aneto y algunas carreras más y aunque el desnivel era muy superior, la distancia ya la conocía.
Así que después de un año de entrenamiento y lesiones de última hora que pusieron a prueba mi objetivo, allí estábamos.
La semana iba transcurriendo con excursiones con la familia, con paseos por ese hermoso pueblo de Chamonix, donde te cruzas con corredores, que aunque no van vestidos de romanos, sabes que están metidos en el ajo. Te miras, te observas y una leve sonrisa les devuelves, compadreándote de la aventura en la que estamos metidos.
De esta forma, llegó el miércoles día pre carrera. Comienza la parafernalia con la recogida de los dorsales. En una organización habitual, llegas a un stand, presentas tu dni, te dan el dorsal y la bolsa y sanseacabó. Aquí no. Entras en una gran carpa, pasas por varios mostradores, donde te miran la mochila que vas a llevar con todo el material obligatorio, presentas tu documentación, te etiquetan la mochila, te dan una bolsa para dejar la ropa en la salida y por fin te dan el ansiado dorsal. Todos estos pasos son un largo peregrinaje que contribuye a acercarte más al borde de un ataque de nervios.
Descansando y preparando por la tarde la mochila, de una forma más concienzuda, terminó el miércoles. Había que levantarse a las 04:00 de la madrugada porque, otro detalle increíble más de la Organización, nos recogía un autobús en este caso en Les Houches que nos llevaba directamente a Orsiéres, pueblo de Suiza y comienzo de la OCC.
Por supuesto, la noche transcurrió viendo todas las horas, que menos mal que eran pocas, hasta que llegaron las ansiadas (o no) 4 de la madrugada.
La cagalera de la muerte ya hizo por primera vez su aparición y mi estómago al ver la comida me dijo que un café e iba que chutaba. Menos mal que nos conocemos y ya había previsto esta circunstancia y lleve desayuno para el camino. De esta guisa, Valen se levantó a despedirme, y entre beso y beso, y nervios y nervios, partí a coger el autobús.
El autobús fue directamente a Orsieres tras hora y media que transcurrieron en entresueños y vislumbrando por la ventana los paisajes que se adivinaban con la luz de la luna.
Una larga hilera de autobuses había llegado a Orsieres e iba dejando a los aguerridos insensatos a lo largo del pueblo. Quedaba hora y media para la salida y todos deambulábamos buscando un lugar donde depositar nuestras necesidades y otro lugar donde calmar nuestros nervios y hacer la última revisión.
De esta guisa llegaron las 08:25. La plaza no daba para todos los corredores por lo que estábamos dispersos también por las calles adyacentes. Y el spiker que animaba el cotarro comenzó a contar en el idioma galo del 10 al 0. Y los nervios iban al revés, in crecendo.
Y al llegar el cero, comenzó la aventura. 1500 historias cargadas de ilusiones comenzaron a correr como alma que lleva el diablo hacia un pueblo llamado Chamonix.
El dorsal 9464, una de esas 1500 historias, tenía en la cabeza las palabras de su marido, Valentín, que había rechazado escuchar malamente, pero que habían quedado grabadas a fuego en su cerebro, “aprieta siempre”.
Parece algo paradójico pero cuando empiezas a ver que tu cuerpo hace lo que tu cerebro ordena, correr, los nervios se van templando. Mi mochila pesaba más de lo necesario así que me costó coger el ritmo cómodo. Comenzamos a callejear por Orsieres y en poco tiempo, o mejor dicho en poquísimo tiempo, salimos de él. Salimos por un amplio camino que comenzaba suavemente a ascender. Como en los coches modernos, hice un chequeo de todos los componentes para ver si todo estaba ok. Como el resultado fue positivo, mi trote cochinero se ánimo y comencé a ir a un ritmo más propio. Tras un par de kilómetros de vano optimismo por la facilidad del recorrido, los Alpes nos dieron una primero colleja y nos mostraron el primer desnivel que teníamos por delante. La primera subida a Champex de Lac tenía unos 500 metros de desnivel. Comenzaba a hacer calor y este iba a ser determinante para la terminación con éxito del objetivo. Así que comencé a beber periódicamente del Camel back, que aunque cada vez se ve menos entre los corredores, a mí me parece un invento.
Llegué a Champex tras hora y media, al final fueron 600 de desnivel positivo y 8 km. Buenas sensaciones. Me veía bien subiendo, de hecho fui pasando a bastante gente, o eso me parecía a mi. Aunque hay un misterio que es como el de los calcetines que desaparecen en la lavadora. Cómo es posible que de repente te pase un colega corriendo a todo meter?. Qué ha estado haciendo?. Se ha tomado un tripi y va a seguir corriendo hasta que se le acabe el efecto?.
En fin como este no es el objetivo de la crónica, continúo con ella, aunque si alguien lo sabe, por favor, que me lo explique. Champex es un bonito pueblo a la orilla de un lago, de ahí el nombre. Típicamente alpino, mezclando bellas
casas con verdes pastos y rodeadas de altas montañas. Seguro que Heidi y su abuelo estaban detrás de alguna pancarta.
La siguiente etapa era Trient, pueblo en el que había quedado con mi familia. Por delante quedaba la subida a Bovine, un pequeño refugio rodeado de vacas, como dice el nombre.
11 km y casi 900 de desnivel positivo. La primera parte va subiendo suavemente y piensas que bueno en 11 km si es así, no va a ser excesivamente duro. Pero van pasando los km y no salen las cuentas del desnivel. Cuando llevas algo menos de la mitad solo has subido menos de 300 metros. Y entonces ves una curva que asciende repentinamente y te deja en la otra ladera que se ve con un camino que zigzagea como si fuera una escalera, viendo a tus compañeros de fatigas como pequeños puntos de colores. Te dices así mismo, segunda cuesta, y ya estás en la mitad. En fin, un consuelo un poco tonto pero es que la tontería tiene caras sorprendentes.
Comienzo a ascender rodeada sobretodo de mujeres de varias nacionalidades. Curiosamente en el UTMB, las 5 carreras solo tiene un 13% de participación femenina, y en ese momento, me encontraba con unas 6 mujeres más. Debíamos de estar ahí casi todo el cupo. Había bebido y comido previamente y me encontraba bien tanto física como mentalmente. Así que empiezo a poner mi ritmo, lento pero seguro y constante. En algún momento de esta cuesta infinita me puse en primera posición del grupo de féminas, y comencé a tirar, sintiéndome cual liebre de los fondistas. Incluso perdimos algunos elementos femeninos que no pudieron soportar el ritmo español. Toma ya, dos americanas se quedaron atrás. Flojas.
Llegué a donde comenzaba a llanear por fin, y el esfuerzo nos regaló la visión del valle de Martigny y al final un puñado de montañas con un blanco glaciar, devolviéndonos a la realidad de lo que somos, un elemento diminuto de la cadena de la naturaleza.
El llaneo circunvalaba el monte que habíamos subido. Digo monte porque aunque habían sido 700 de desnivel, nos quedaban 200 hasta Bovine, eramos un montecillo en comparación a las moles que se adivinaban a lo lejos. Estabamos en cota 2000.
Tras esta circunvalación, apareció de repente el refugio de Bovine, con algunos montañeros tomando un refrigerio. En este momento, creo que la lengua tocó el suelo. Pero había que seguir porque el tiempo es inescrutable y los controles de paso no perdonan. Así que seguimos ascendiendo, pensaba yo que habría ya que bajar, y en esto que un divertido grupo de vacas y toros, no de miura, sino suizos, debían de estar en momento primavera tardía y un toro se acercó sin previo aviso a una vaca, en medio de nuestro sendero, y la puso mirando a Cuenca.
No digo más. Desde luego como distracción, estuvo muy bien. No sé si la vaca puso al toro mirando a otro sitio, porque estaba claro que necesitaban intimidad y había que irse de allí.
Y empezó la bajada de lo que habíamos subido. Una interminable bajada con raíces y piedras de 5 km que hacía echar humo a los cuádriceps. Aquí cada uno baja como puede o se atreve. No me puedo ni imaginar cómo bajan los primeros por esas sendas, que es donde recortan las diferencias. Brutal. Pero bueno, como no es mi caso, y mi intención era llegar entera, mi prudencia me hizo bajar con las garantías posibles para llegar como había partido. Llegada a Trient. Allí estaba Valen tocando una trompeta que se había llevado cual partido de futbol en el mundial de Sudafrica. Pero en este caso, sonaba a música celestial. Fotos y una hermosa sorpresa, mis hijas Lucía y María y mi sobrina Candela, que se había animado a venir con nosotros y vivir esta aventura, me esperaban con una letra cada una, la A, la N y la A. Menos mal que no me llamo María de las Virtudes. Les vino mi nombre que ni al pelo. Fue un chute de alegría y pensé llevo casi la mitad. Vamos. Besos, abrazos con distancia por el olor lógico a choto tras 24 km. Paso por el avituallamiento, sobre todo para llenar líquido. Ya hacía casi 30 grados de temperatura y me esperaba el muro de la carrera Catogne. Cogí un pequeño bocadillo de queso y salí rápida del avituallamiento. Me esperaba otra vez mi familia, y mi hija pequeña, que es muy suelta, no perdió ni un minuto en pedirme el bocadillo de queso. Tenía hambre según su lógica infantil. Mi respuesta fue una mirada de lógica aplastante.
Catogne fue uno de los momentos más duros. El calor era un actor constante y Catogne es un muro de 800 metros en unos 4 km, como mucho. Yo creo que menos. El primer kilómetro he de ir parando cada 4 pasos. El motor no va. Un cansancio mina las fuerzas y mis ojos buscan desesperadamente una piedra donde sentarse. Mal asunto. Mi neurona dejo de pensar en el calvario que estaba pasando y se puso a buscar el origen de ese repentino cansancio. Tolón. La falta de sales. Asombrosamente no había bebidas isotónicas en los avituallamientos con el calor que hacía. El constante sudor hacía que la ingesta de agua no fuera suficiente. Así que saque dos sobres de sales minerales, un inventazo, y lo eche a las dos botellas de agua adicionales que llevaba. En total llevaba un litro y medio en el camel y dos botellas de 500 ml. Sugerencia la segunda botella de mi querido trainner. Se lo agradeceré infinitamente. En cuanto que cayó el litro del agua con las sales, volví a la vida como Popeye con las espinacas.
Y comenzó verdaderamente Catogne. Infinito e interminable. Durísimo. Pero como todo en la vida, también Catogne se acabó. Y nos devolvió a unos suaves prados alpinos, acariciados por una fresca brisa y sobretodo, nos dio la visión de los primeros remontes de las estaciones de esquí del valle de Chamonix. Hasta aquí llevábamos 29 kilometros de carrera y 7 horas y media. Aunque según el gps que llevaba había unos dos kilómetros más. En fin.
Esta fresca brisa para mí fue más bien fría, porque el cambio de temperatura no le sentó nada bien a mi cuerpo. Enseguida me abrigué y me tomé un gel para afrontar la bajada. Esto del gel para los neófitos, es un chute de glucosa en un sobre que te espabila de lo lindo y te deja las manos tan pringosas como el pegamento superglue. Vamos que como te pongas las manos en los pantalones, no se despegan nunca más.
La bajada al siguiente punto era Vallorcine. Pueblo ya francés y antesala del gran valle de Chamonix. Desde aquí hay 18 kilometros y otros 900 de desnivel. Todo esto sobre el papel porque al que diseño el recorrido debía de ser de Bilbao, con todo respeto, y debió de poner a ojo vizcaino los km que estimaba. Y el desnivel igual. Le debieron de pitar los oídos en esta penosa travesía.
En Vallorcine, estaba otra vez mi familia, esperándome con paciencia y cierta preocupación. La UTMB tiene un servicio de sms que avisa al móvil que indiques de los pasos por los controles. Valen , mi trainner y otras muchas otras cosas más, entre ellas el ser mi referente en el mundo de las carreras de montaña, que aunque está en un nivel estratosférico, me ha enseñado que la fuerza de voluntad es una fuerza que es casi imposible parar y que te lleva donde quieras. Bueno pues después de este alegato amoroso, Valen y las niñas, me esperaban animándome de lo poco que quedaba. Sé que es desde el cariño, pero estos comentarios de venga que no te queda nada……
En Vallorcine, llegué rozando el cierre de control. Quedaba una media hora y no podía descuidarme. Quedaba lo más duro. Los últimos kilómetros donde la mente se relaja por la cercanía de la meta y el cuerpo resentido se revela a seguir.
Así que otro chute de comida, gel y líquido y para adelante. El siguiente y último control antes de Chamonix estaba a unos 4 kilometros de Vallorcine. Se hace por una suave senda, que es lo único suave que hay en esta carrera, preparándote para la traca final.
Yo me había preparado psicológicamente para esta última subida, buscándola en el google maps y pensando que nos iban a llevar por el mismo lugar que discurre el resto de las carreras.
Craso error. Tras despedirme de
nuevo de mi familia, comprobé que el muro que yo pensaba que íbamos a subir se quedaba a la derecha y nos bajaban, paralelos a la carretera que discurre hacia Chamonix, al valle donde está y final de meta. Incluso, inocente de mí, pensé que a lo mejor se habían arrepentido y nos bajaban por un sendero suave y tranquilo a la meta.
Me duró 5 minutos tamaña tontería. Enseguida llegué al lugar donde la organización nos hacía cruzar la carretera y nos adentrábamos en el bosque, en la ladera donde estaba el último control a 700 metros por encima de nuestras cabezas.
En este punto, tuve la suerte de encontrarme a dos españoles huérfanos de sus parejas de correrías, que habían sido abandonadas por ser más lentos. Un valenciano, exjugador de rugby llamado Ruben, de 23 años. Y un castellonense, Samuel, de 39 años. Parece que nos había unido el destino como en la película el Mago de Oz. Los tres estábamos tocados y lo que comenzó como una creciente ansiedad por el camino a recorrer se convirtió en una animada charla de nuestras desventuras que nos hizo subir los primeros 300 metros que una alegría digna de velocistas. Aquí quizás me he pasado.
Pero esta alegría se nos pasó cuando vimos que el de Bilbao, el que diseño la ruta, se le ocurrió volver a bajar estos 300 metros por una sucesión de destrepes y bajadas donde las ramas parecían trampas para los pies y que con el cansancio acumulado, minaron de lo lindo nuestra ilusión y nuestras pocas fuerzas.
Cuando terminó esta interminable bajada, cogimos un sendero que llaneaba y que no hacía más que dejarnos cara de asombro y mosqueo esperando el hachazo final, los 700 metros de desnivel.
Quedaban, sobre el papel 2 kilometros y no aparecía el muro. Pero apareció, y efectivamente era un muro. Que no en 2 kilometros sino en 5 kilometros. Fuimos adelantando a corredores más sufridores que nosotros. No por nuestra velocidad, que era ya poca, sino por la impotencia de seguir de ellos. Así, entre las últimas luces que quedaban, llegamos a 2 minutos del cierre del control de la Flegere. Yo en mi espíritu gruñon, le eche la bronca al que me paso el control del chip, de que nos había cascado 3 kilometros más. En francés. O en francés cansino más bien. Pero el chato no me hizo ni caso. No me los iba a devolver, claro.
Avituallamiento. A 8 kilometros de meta. 900 de desnivel de bajada y llegada al sueño cumplido. Caldo, líquido y más guarrería diversa. Frontal en la cabeza y para abajo. Aunque no somos tan insensibles de dejar de admirar el último regalo de este hermosísimo lugar. La luna llena ilumina la ladera de enfrente del valle de Chamonix. Ilumina los blancos glaciares, las montañas de más de 4000 metros, destacando la redondeada cumbre del Mont Blanc. Entre esas cumbres otras ilusiones y objetivos seguro que campeaban, otras ilusiones cuyo denominador común con nosotros es el amor a las montañas y a la naturaleza. La necesidad de volver a los orígenes del hombre, donde las manos y los pies eran el instrumento que hacían conseguir los objetivos o las necesidades. El esfuerzo y la lucha mente-cuerpo es lo que me determina a realizar estas carreras en la montaña, porque aunque se sufre mucho, al final, te hace feliz y más fuerte. Y porque te das cuenta de que el ser humano es tan iluso cuando quiere estar por encima del mundo al que pertenece.
En fin después de esta reflexión a posteriori, porque en ese momento, evidentemente no estaba para filosofías, la bajada transcurrió rápida. Eramos un grupo de 8, 7 chatos y yo, de diferentes nacionalidades, entre ellos estaban, Samuel y Ruben. Bajamos charlando sobre diferentes carreras y sobre la organización de esta. Había opiniones para todos los gustos, pero en general, había acuerdo sobre la escasez de los avituallamientos.
Y por fin llego el chalet de la Floria, a 4 kilómetros de meta. El camino tortuoso y pendiente que había sido, con las ya famosas raíces y piedras, se convirtió en un ancho camino que hacía que se pudiera trotar. A estas alturas, lo de correr era de ciencia ficción. Pero un tendón de mi rodilla, que ni sé cómo se llama me dijo que estaba harto y no me permitió ni trotar, por lo que mis compañeros se fueron alejando y a mí no me quedó otra que andar rápido. Así que era lo que había, andar rápido lo más que pudiera. Adelanté a un par de franceses que iban cerca de la muerte y por fin ví las primeras luces de Chamonix.
El final es una sensación difícil de transcribir. Comienzan a surgir las calles, la gente de la Organización que te felicita y te dice bravo cual torero, habitantes del pueblo que te aplauden como si fueras un soldado que llega de la batalla. Y esta aparición sucesiva de calles, desemboca en la apoteosis final, en una hilera de vallas que te lleva mágicamente hacía la cercana meta. De repente no sientes dolor, te sientes leve y tu mente deja de luchar con tu cuerpo para unirse en un solo elemento, la inmensa felicidad que sientes de haber conseguido un largo sueño de más de un año de duros entrenamientos y sacrificios y que tiene como resultado, el soñado, la entrada en la meta mítica que todo corredor de montaña ansía, el ultra trail del Mont Blanc en Chamonix, tras 58 km y 3.300 metros de desnivel positivo y otros tantos de desnivel negativo.
Esta extensa crónica no puede dejar a un lado el aliento que sentí de mis amigos y familia. Amigos de la oficina, que se volcaron por el seguimiento, sobretodo Trini y Marisa, amigos de Guadalajara, amigos del Club de Maraton, y amigos de otros lares. Palabra mágica amigo, palabra que gracias a ella, a través de Ruben y Samuel, me permitió finalizar con garantías este reto.